Casi un año después de haber tropezado una tarde de domingo, Nino y yo lucíamos una relación espléndida, salpicada de cortas excursiones a nuestro lugar secreto.Todos los días disfrutábamos de un tiempo juntos antes de retirarnos a cenar.
Aunque sabía que él sentía por mí algo intenso, dudaba de sus planes de futuro conmigo. Yo no evitaba darle cuerda a mi romanticismo e imaginarme a su lado en una pequeña casita en el campo, con nuestros pequeños jugando al aire libre... Él, en cambio, nunca hablaba de lo venidero, nunca fantaseaba con una vida en común, ni tan solo parecía interesado en enseñarme la habitación alquilada en la que vivía.
Vagamente había querido explicarme que trabajaba en un periódico y que se encargaba de cargar de tinta los tarros de los redactores, entregar el correo y llevar paquetes de un lado a otro de la ciudad. Es cierto que sus dedos confesaban siempre una ligera huella negruzca que nunca logró manchar las caricias que me ofrecían.
Nino decía que su sueldo era escaso pero suficiente para la vida en soledad. No tenía familia apenas. Huérfano de padres, sólo un tío le carteaba, un tío inventor que vivía en Suiza.
Pasaban los días y poco a poco caí en la cuenta que Nino había mantenido un cerco de seguridad entorno a su intimidad: su casa, su familia, su trabajo... Me mosqueé, la verdad, y resuelta le exigí que mostrase su compromiso de alguna forma. Debí asustarle pues pocos días después me anunció la llegada de Zepelinino, su tío suizo, que pasaría unos días en Konstanz por asuntos de negocios y quería presentarme como su novia. ¡Por fin!
Nina